Capilla del Santísimo
La capilla del Santísimo que hay en nuestro templo es, sin duda, una joya del arte religioso contemporáneo de mediados de siglo XX. En este peculiar espacio, el mas cuidado de todo el complejo parroquial, se han esmerado en realizar los detalles de la arquitectura, escultura, pintura y rejería. Pretende encarnar un gran acto de fe y amor a Jesús Eucaristía, queriendo ayudar a todo el que entra en la capilla a introducirse en constante adoración del santísimo Sacramento.
Encuentro de Emaús
La escena de Emaús se encuentra en el presbiterio de la capilla, a la derecha del altar. Representa lo que narra el evangelista san Lucas en su capítulo 24 (13-35). El mural, realizado en el mismo estilo cubista geométrico de Manuel Ortega, presente en toda la obra pictórica de la iglesia, queda definido por dos grandes diagonales descendentes que cruzan el mural desde los vértices superiores a modo de luz de la escena: una atraviesa a Jesús, y la otra simula la luz solar entrando por la ventana.
Se representa el momento en que Jesús «tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). En ese instante, «a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,31).
Jesús mira al Cielo, a su Padre, Creador del Cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible, quien engendra al Hijo Eterno, el Verbo de Dios.
Con la mano derecha está bendiciendo el pan con un gesto habitual de la tradición de alto contenido teológico: Cristo levanta la mano, pues toda bendición viene de lo alto; dos dedos levantados, el índice y el corazón, indican sus dos naturalezas, la divina y la humana; los otros tres dedos, el dedo anular y el meñique recogidos y agarrados por el pulgar, indican a la Santísima Trinidad.
En su mano izquierda el pintor destaca el pan con el fondo azul del manto. De este modo, se muestra el sacramento como una acción exclusivamente divina, en que la Trinidad interviene en el mundo, tomando algo creado, un poco de pan, pero transformándolo en el pan vivo que baja del cielo. Esta es la gran novedad de Cristo: ya no sólo nos bendice desde el Cielo, sino que muestra a la Iglesia el modo en que se hace realmente presente, cercano, íntimo a nosotros. La eucaristía hace real la promesa de Dios de estar con su pueblo: se hace realmente presente el Resucitado en medio de su pueblo.
Al Espíritu Santo no se le muestra explícitamente en la pintura, pero le descubrimos invisible en la misma acción que se produce. De igual modo que al Espíritu no le vemos cuando Jesús realiza los milagros, encontramos en la misma acción milagrosa la acción invisible pero eficaz del Paráclito. Al Espíritu Santo habitualmente se le ve poco: pero se ven los efectos de su acción. Y por esa acción del Paráclito, contemplamos que, en realidad, la escena de Emaús se prolonga en cada una de las eucaristías que se celebran en el mundo.
Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: toda acción salvífica y santificante es obra divina. Y, de entre todas las acciones divinas, despunta sin igual el sacramento de la eucaristía, donde el hombre es invitado a introducirse en el mismo Dios mediante la comunión con Él.
El instante de esa obra pictórica se refleja excepcionalmente en la plegaria eucarística I o canon romano, la única plegaria que había hasta el Concilio Vaticano II y con la que desde hace siglos la iglesia repite esa escena en el momento mismo de la consagración. El sacerdote comienza extendiendo las manos sobre el pan y el vino, el gesto sacerdotal de la epíclesis, indicando con ello la acción del Espíritu Santo Paráclito: «Bendice y santifica esta ofrenda, Padre, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti». Y acto seguido, acontece el relato de la consagración: Jesús «tomó pan… y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y se lo dio, diciendo….». Emaús es la primera eucaristía que se celebró después de resucitar el Señor, y la Iglesia aprendió el rito del mismo creador del Sacramento.
El segundo personaje de la escena es Cleofás, el único del que conocemos el nombre. Está sentado en la mesa. La mano derecha la pone en el corazón, plasmando de este modo su latido apasionado: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Pero está sentado en una postura de gran dinamismo: el pié izquierdo representa una persona que se está levantando de la mesa, porque «levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros» (Lc 24,33).
Por último, el otro discípulo, cuyo nombre desconocemos. La expresiva mano izquierda manifiesta el completo asombro de lo que contempla. Dado que no conocemos su nombre, podríamos identificarnos con él. La escena nos invita a que seamos nosotros ese personaje, y que cada eucaristía que celebramos sea para nosotros esa constante sorpresa.