En 1963, Vazquez Díaz realizó en piedra las tres grandes escenas en altorrelieve que decoran la pared de la nave de la capilla del Santísimo. Se trata de un conjunto escultórico de mediados de siglo XX de un gran valor artístico y fina ejecución, con motivos eucarísticos basados en el discurso del pan de vida del apóstol San Juan (capítulo 6), el evangelista que omite en la última cena el relato de la institución de la eucaristía y aprovecha ese discurso para revelar el sacramento. Vázquez Díaz elige tres versículos, que seguiremos en orden ascendente según el número de versículo, de izquierda a derecha: 1) Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo (6,32); 2) Yo soy el pan de vida (6,35); 3) Quien come de este pan vivirá para siempre (6,58).
1) «Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32). El escultor comienza en el cielo, esculpiendo un coro de 9 ángeles sin alar en plena interpretación de cantos de alabanza al Sacramento, portando cartelas, y uno de ellos con lira. Salvo los dos que leen la partitura, cantan mirando hacia el relieve central donde se reproduce la última cena. Situados en dos planos diagonales descendentes hacia la escena central, el autor logra dar al conjunto una completa sensación de liviandad suspendiendo en el aire a los espirituales protagonistas, con los pies colgando encima de unas nubes apenas esbozadas.
Esta escena recoge el instante de cada eucaristía en que «nos unimos a los ángeles y a los santos, y cantamos unánimes el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo…». Probablemente, las tres nubes de abajo deberían contener este triple cántico en honor de la Trinidad que precede a la consagración. El pan del cielo es el pan de los ángeles, «Panis angelicus», como escribió Santo Tomás de Aquino y pusieron música un sinfín de compositores.
2) «Yo soy el pan de vida» (6,35). La siguiente escena nos introduce en la plenitud de los tiempos, cuando está a punto de culminar el plan de salvación de Dios mediante la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el Verbo de Dios encarnado. El relieve central y más importante, dedicado a la última cena, reparte a los comensales a partes iguales en ambos lados de una mesa vertical en ligero escorzo, presididos en lo alto por el Señor: con gesto solemne de Maestro enseñando, la mirada al frente, trascendiendo la escena, y las manos dirigidas hacia los comensales. En un primer momento, podríamos interpretar la institución del sacerdocio: «haced esto en memoria mía», algo que cuadraría. Pero dado que dicho relato no aparece en San Juan, más bien optaríamos por el momento de la institución del mandamiento del amor, lo más relevante en el cuarto evangelio de ese último encuentro con los suyos, a los que en esa cena amó hasta el extremo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34).
La institución del sacramento mediante la consagración del pan queda representada en la capilla en la escena de Emaús, de Manuel Ortega. Vazquez Díaz en cambio, fiel al evangelio de San Juan, representa lo más genuino del relato del cuarto evangelio. La mirada de Cristo llega al espectador, deseando resaltar lo perenne de dicho mandato, que constituye el corazón de toda comunidad cristiana y la esencia del sacrificio y la ofrenda constante de la propia vida por amor. De este modo, se muestra cómo el «pan de la vida» —el título de la escena— es al mismo tiempo el sacramento del Amor: la realidad del pan vivo y la novedad del amor en San Juan se refieren a Cristo mismo como su fuente. Comulgar con Él, pan de vida, es vivir, estar vivo, participar de su intimidad divina a través de su corazón humano, que ama hasta el extremo. Se unen el Pan, la Vida y el Amor, tres modos distintos de referirnos a Cristo mismo.
El discípulo amado queda a la derecha de Jesús, cuya cabeza inclinada no llega a apoyarse en el pecho del Señor, pero lo insinua. Pedro, a la izquierda, con las manos juntas casi en el hombro y una postura peculiar de la cabeza, como mostrando arrepentimiento y humildad, podría aludir al lavatorio de los pies, cuando el Señor rebaja el orgullo del pescador galileo y éste rectifica: «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,9).
El resto de discípulos, a excepción del traidor, carecen de indicios claros para identificarlos: gestos y posturas necesitarían la explicación del autor para ello. Judas, abajo a la derecha, coge simbólicamente la bolsa con las treinta monedas de plata como precio de su traición, y situado descaradamente de espaldas a la escena y cabizbajo, se levanta para ir al encuentro de los captores. La traición queda plasmada, además de la postura, por la copa tirada en la mesa, símbolo del amor derramado y la falta de comunión con Cristo.
3) «Quien come de este pan vivirá para siempre» (6,58). La tercera escena resulta más compleja de explicar, por no decir imposible: el autor trabaja con libertad absoluta, innovando respecto a los cánones figurativos, y no tenemos constancia del significado que le quiso dar. Las consultas con expertos han dado pie a numerosas interpretaciones. Nos aventuramos, no sin temor, a presentar una.
El relieve está partido completamente en dos por una lengua de tierra en diagonal. Ésta sirve de reposo a los tres personajes de la escena superior, de menos tamaño, como en un plano secundario, que adoran a Jesús Eucaristía portado por un ángel en la custodia, y cuya ala derecha extendida cubre a las dos figuras femeninas orantes, quizá indicando su mayor fidelidad y perseverancia. El joven que queda al descubierto de las alas también adora, aunque la posición de las manos podría indicar una invitación, un deseo de llamar a otros para que acudan. Están en la parte superior, porque están en el cielo en la tierra: tomando el título de la escena (el versículo), esta primera parte del relieve podría hacer referencia al valor infinito de la adoración eucarística. El pan angelical -portado físicamente por el ángel- es adorado por el pueblo fiel, y así recibe un alimento que va mucho más allá de la comunión eucarística en la divina liturgia de la eucaristía. Adorar a Jesús Eucaristía es ya como estar en el cielo, es el anticipo en este mundo de ese «vivir para siempre». La adoración eucarística es un alimento complementario y extensivo de la comunión que recibimos en la celebración de la sagrada eucaristía: nos ayuda, a través de la contemplación, a conocer mejor a Dios, a tratarle con más intimidad. Esta escena encuentra su continuación en el sagrario de la capilla, flanqueado por dos ángeles de gran tamaño en pintura mural que nos invitan a la adoración constante.
La escena inferior la componen unos personajes mucho más grandes, en un primer plano evidente. La mirada y los cuerpos se dirigen claramente hacia la escena central, que es la última cena acaecida en el cenáculo, donde Cristo entrega a la Iglesia el sacramento que perpetua su presencia en la historia, y le entrega el medio para realizarlo, mediante el ministerio sacerdotal.
Este conjunto de personajes podría tratarse de la Iglesia peregrina, que vive sujeta a los avatares de la historia. El hombre y la mujer con el niño, una familia completa, nos trasladan, en un primer momento, al Génesis, cuando después de su creación, Dios revela al hombre el primer mandato de la Escritura: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gen 1,28). La familia es el lugar donde se engendra la vida biológica. En un segundo momento, la originaria vocación de la familia según la ley natural, encuentra en Cristo una nueva ley, la ley sobrenatural, una vocación de santidad. De modo análogo también lo encuentra toda la Iglesia que, de hecho, en tiempos de persecución comenzó siendo una iglesia doméstica, familiar: tiene la misma vocación de ser fecunda y multiplicarse. Esa fecundidad de la familia y de la Iglesia entera se realiza de un modo específico: es según la gracia del Espíritu Santo. Y el lugar en que se consigue de modo eminente es en la eucaristía: allí no sólo se nos da la gracia, sino al mismo Autor de la gracia.
El varón, con el torso desnudo y unos brazos abiertos que abarcan a todos los personajes, signo de la virilidad, la fortaleza y la protección; la madre, con el niño en su regazo y sosteniéndolo con ambas manos, signo de fecundidad, ternura, fidelidad y perseverancia. La eucaristía es el sacramento que mantiene unida a la familia, la alimenta y la fortalece: por eso los padres miran fijamente la última cena, conociendo que el pan vivo es lo que se necesita verdaderamente. El niño nos mira, como invitándonos a ser cada uno nosotros, inocentes, sostenidos por la Madre Iglesia, que se alimenta del Sacramento y al mismo tiempo nos alimenta con él.
Pero en la vida nos acompaña también el dolor y el sufrimiento, represado por una mujer velada que se lleva la mano izquierda a la cara: el dolor, el pecado y la muerte nos acompañan aquí en la tierra. La mujer parece reposar la mano derecha en la espalda de varón, dando a entender que no podemos vivir el sufrimiento en la soledad, sino que necesitamos consolarnos unos a otros. La eucaristía es el lugar donde entregamos nuestro sufrimiento y lo unimos voluntariamente al sacrificio del Amor de los amores en la Cruz, dándole así un sentido sobrenatural y redentor. Sólo Dios puede transformar el dolor, el pecado y la muerte en camino de alegría.
El personaje de la derecha parece un ángel, a decir por su vestido talar ceñido y el cajeado de su cuello, similar al ángel de arriba y al de los ángeles del primer relieve. Parece tener una ala plegada donde está apoyando su mano derecha en una postura poco natural. Podría representar al ángel custodio, que guía a quienes formamos la Iglesia hacia Jesús Eucaristía en el peregrinar de este mundo.
El padre de familia tiene la mano extendida dirigida abiertamente al ángel: podría ser figura del hombre que vive consciente de necesitar la ayuda del Cielo para realizar su fin en la tierra. El anverso sería el hombre autónomo, construido a base de sí mismo, con unos brazos cerrados orgullosamente. Se representaría de este modo la humildad, condición para recibir la fuerza del alimento eucarístico, y la estructura de una nueva sociedad, en que el amor de Dios es su estructura interna en un mundo sin pecado.
La comunión que genera la eucaristía en la familia de la Iglesia queda plasmada en el extraordinario movimiento, a la vez entrañable, de los brazos de todos los personajes: el niño -la inocencia- tocando el corazón de la madre, los brazos de la madre, en movimiento circular, como el seno materno que acoge la vida, que rodean al niño, que a su vez esta dando la mano al padre, cuyos brazos se extienden hasta el ángel, no sin antes ser apoyo al sufrimiento que carga a sus espaldas la mujer dolorosa. El ángel, a su vez, levanta la mano derecha como queriendo unir la escena a la adoración que acontece arriba. De este modo, el autor plasma el sentido antropológico profundo que esconde la comunión eucarística: Dios, comunión de Personas, nos ha creado a su imagen y semejanza para la comunión y la fecundidad, rota por el pecado. Pero Cristo, pan de vida, la restaura mediante la entrega de sí mismo en la Santa Misa, que es el Amor perfecto que constantemente nos renueva por el Sacramento. Por eso, los creyentes vivimos de la eucaristía y anhelamos hacerlo eternamente: «Quien come de este pan vivirá para siempre (6,58)».