Nuestra iglesia cuenta con un nutrido número de ángeles que sirven a Dios adorándole, y nos invitan a nosotros a imitarlos en esa tarea, la más digna que podemos hacer como criaturas del Señor.
En cuanto seres espirituales (espíritus puros), escapan a nuestra visión, a no ser que por mandato divino muestren su bellas facciones. Todos los días, a las 12, recordamos la aparición más conocida: la del arcángel san Gabriel a María para anunciarle la encarnación del Verbo. Dado que el sacramento de la eucaristía es prolongación del misterio de la encarnación, en las puertas del sagrario del altar mayor está representado el momento en que se produce ese misterio. El arcángel San Gabriel, en la puerta izquierda, y portando el lirio que le vincula con la humilde nazarena, revela a María el mensaje más transcendente en la historia de la humanidad. Ella, en la puerta derecha, se la representa como mujer orante, que ha meditado tantas veces la Palabra de Dios que coge con su mano izquierda; en ese instante conoce cuál el designio de Dios para con ella: ser la madre del Dios, mediante la encarnación en su seno. La imagen recoge el momento en que ella acepta ese don inesperado con las palabras «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». El Espíritu Santo, abriendo las alas, cubre con su sombra a María, que ya es Madre del Verbo Unigénito de Dios.
Otras muchas apariciones recoge la Escritura Santa.
El hecho de que la mayoría de las veces nuestros espirituales protagonistas no se aparezcan visiblemente, no debe ocultarnos la realidad que nos revela Dios: son millones y millones de ángeles los que todos los días nos rodean. Para empezar, cada uno de nosotros tiene un ángel custodio. Pero es sólo uno de los ministerios que reciben: hay otros muchos ángeles con encargos que el Señor les da para cuidar el mundo y cuidarnos a cada uno en el camino de la vida.
Un lugar eminente de encuentro con ellos es el templo de Dios, puesto que al estar el Rey, está también la corte. En los días de confinamiento, en los que los sacerdotes hemos celebrado «solos», en realidad no lo hemos estado. De hecho, nunca lo estamos. En cada eucaristía son millones de ángeles cantando la gloria de Dios, alabando al Eterno. Las cúpulas de infinidad de iglesias quedan repletas de ángeles en el cielo; en Madrid tenemos una joya algo olvidada que es San Antonio de los Alemanes.
En nuestra parroquia, más sobriamente decorada, encontramos la mayor concentración de ángeles en la capilla del Santisimo: la entrada queda flanquean por doce ángeles que custodian las puertas del «Sancta Sacntorum», sosteniendo símbolos eucarísticos y representando con sus gestos y posturas diversos modos de oración. Nos preparan al encuentro del Señor, recogiendo nuestra vida para presentarla ante Él.
Dentro de la capilla, los ángeles de los altorrelieves —ya conocidos por todos— nos invitan a cantar y adorar, en la comunión de la Iglesia, que se da en cada eucaristía.
De todos los ministerios que reciben los ángeles, destaca por encima de todos el de custodiar al Rey de reyes y Señor de señores. Por eso, no hay lugar más destacado que el tabernáculo, el sagrario. En el altar mayor, la Presencia es custodiada por los dos ángeles más visibles y también más pluriempleados del templo: ¡éstos dos sí que acumulan ministerios!:
En la capilla del Santísimo, los ángeles de Manuel Ortega custodian el tabernáculo del Altísimo:
Y, por supuesto, en el interior de los sagrarios, la Presencia es adorada y custodiada. Ya hemos visto el sagrario del altar mayor, con el que abríamos este comentario. En la capilla del Santísimo, dos ángeles portan un escudo con el símbolo de la victoria de Cristo. El «Victor» usado en el Imperio Romano para aclamar la victoria del emperador en las luchas humanas, tras la conversión del Imperio, se transformó en el símbolo que representaba la victoria del único Emperador que no muere, que no enferma: Cristo es el «Imperator» del universo, y los cristianos alaban su victoria definitiva sobre el pecado y la muerte dándole un sentido sobrenatural a lo que era una honra humana a un simple mortal, por muy emperador que fuera. Los ángeles de la capilla del Santísimo nos recuerdan la victoria del Señor en la cruz:
El punto más tierno y a la vez alborotado los aportan los ángeles más revoltosos: los que cuidan y sostienen a nuestra Señora. En la sacristía, la Virgen del Carmen y, en el oratorio sacerdotal, a la Virgen coronada.
La entrada a los Columbarios, que al mismo tiempo es un símbolo de nuestra entrada en el Cielo, es custodiada por el general de los ejércitos del Señor: el arcángel san Miguel, con armadura, escudo y espada. Y en los dinteles de las entradas, los ángeles nos acogen en nuestro hogar definitivo.
El precio de la entrada en el Cielo ha sido la sangre del Cordero. Por eso, los ángeles hacen memoria constante de lo valioso que somos para el Padre: envió a su Hijo para que, mediante su sacrificio en la cruz, nos hiciera hijos adoptivos suyos. No hemos hecho nada para merecer el Cielo: es don de la sangre derramada por nuestro Señor.
Terminamos con nuestro ángel más visible y más ruidoso: con su trompeta sempiternamente tocada en lo alto del templo, y mirando hacia oriente, por donde entrará la Luz a través de la imponente vidriera del templo, el ángel del Cristo de la Victoria nos anuncia la resurrección gloriosa, la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte mediante la sobreabundancia del Amor de Dios. Un sonido que nos alerta a estar vigilantes para la segunda venida. Sin duda, el sonido de esa estruendosa música que llena el universo entero, a la que se unen los coros de los ángeles y de los santos, y también nosotros en cada eucaristía, no podía ser otra: Christus vincit! Christus regnat! Christus imperat!